El pasado, las experiencias pasadas, cumplen su función, en esta etapa de evolución del ser humano. Nos son imprescindibles para saber cómo vestirnos, cómo preparar una taza de té, o, cruzar una calle, conducir un coche, etc.
No podríamos vivir sin memoria, sin saber (sin reconocer), sin acudir (hoy) a las experiencias pasadas.
Para muchas cosas más, nos puede resultar una rémora, porque nos impiden vivir el presente, ya que toda experiencia que tengamos hoy, ahora, en este instante, por un mecanismo que es automático en el ser humano, es decir, sin que podamos nosotros hacer nada, esa experiencia de hoy, se compara con nuestras experiencias del pasado, y, se le pone una etiqueta, se la califica como buena , mala, o, intermedia. Y ya nos ha “chafado” la alegría de vivir en el presente. Y este mecanismo deja al descubierto una de las carencias básicas de la vida humana: el comparar. El comparar nos saca del aquí, y, el ahora.
Así, nuestro pasado no nos deja disfrutar de la vida como viene. Nos estrecha nuestra visión de la vida, porque (hoy) nos hace “invisible”; no percibimos (hoy), todo aquello que no hayamos experimentado anteriormente.
Todos, tenemos que aprender a manejar nuestro pasado, por eso se dice, que “el olvido es el mejor regalo de Dios al ser humano”. Y, la mejor manera de aprender a manejarlo, es la práctica de la meditación. Donde aprendemos a observarnos a nosotros mismos “metiendo la pata”. Una vez que nos reconocemos “metepatas”, es más fácil empezar a dejar de hacerlo. Vamos a apuntarnos al lema: ¡Profundizar es bello!. ¡Profundizar es sabio!.¡ Profundizar es necesario!.